domingo, 1 de septiembre de 2013





EL AMOR DE LOS POETAS

Subió los escalones de dos en dos. Sentía correr la sangre veloz por sus venas. De pronto había recuperado las emociones de los 20 años. Si hasta parecía que le habían surgido alas en los pies y ni sintió los tres pisos que tuvo que subir para llegar hasta su habitación.              Cuando llego al largo corredor del tercer piso buscó con la mirada la puerta de la habitación 314. Estaba al fondo, casi escondida en una esquina. Camino los pocos metros que lo separaban de ella con unos cuantos pasos. Puso la llave en la cerradura y empujó la puerta.
Se encontró con una habitación en penumbras. Apenas ingresaba en ella la tenue luz del pasillo sin lograr hacer desaparecer las sombras totalmente.
Buscó impaciente con la mirada y la descubrió junto a la ventana. Una figura estilizada y blanca. La figura de una mujer que se volvió hacia él. Los rayos de la luna a través de las cortinas fueron dibujando su cuerpo magnifico bajo un bello camisón donde el encaje permitía ver la sensualidad de sus formas. Lo miraba. Sentía su mirada sobre él. Como lenguas de fuego recorriendo su cuerpo. Esos ojos quemaban y lo estaban excitando.
Se adelanto y cerró la puerta. El cuarto quedo en oscura. Hizo el gesto de encender la luz del cuarto pero la voz de la mujer suavemente le pidió que no lo hiciera. Y esa fue la última vez que él pudo escuchar su voz.
Era tan dulce su voz que algo dolió dentro de él. Un recuerdo triste que vino desde su pasado para cobijarse en su interior. Sin saber porque la congoja lo atrapo.
Caminó hacia ella tendiéndole una mano y cuando los delicados dedos se aferraron a los suyos su piel termino por encenderse.
La rodeo con sus brazos pegándola contra su cuerpo y la miró. Se perdió en la brillante mirada antes de besarla. Cuando su boca rozó la femenina no pudo evitar dejar escapar un suspiro. Se sentía un joven ante su primera experiencia de amor. 
Su cuerpo era un volcán en erupción y la mujer que se pegaba a él era la culpable.
La llevo hasta la cama y la fue desvistiendo lentamente como si tratara de hacer que el momento del goce de verla desnuda se extendiera eternamente.
Ella lo dejaba hacer. Se entregaba a la pasión sin límites. De pronto, se descubrió pensando mientras se apoderaba de ese cuerpo bello que ella besaba como lo hacía Manuela, la de piel canela. Esa joven dulce que corrió detrás de él cuando se marchó del pequeño poblado de Rivera. Aún recordaba sus lágrimas silenciosas cuando se despidió de ella. Había corrido por varias cuadras detrás del auto que lo apartaba de su lado.
Y que esa mujer silenciosa lo tocaba ahí donde tocan las mujeres capaces de llevar al hombre al cielo como lo hacía Rosario, esa rubia alemana que se dejaba amar de pie detrás del bar oscuro donde pasaba sus rutinarios días hasta que él llego para darle un poco de savia a sus horas secas.
Que se agitaba debajo de él con el mismo ardor que tenía Mercedes, cuando hacían el amor en la cama ancha de sus padres en esas tardes de verano de su adolescencia. Esa casi niña que descubrió junto a él la magia del sexo. De su boca habían escapado los besos más suaves que lo habían tocado.
Que sus ojos parecían un lago oscuro donde el brillo de algunas estrellas parecía emerger para encenderle el cuerpo. Y que así era la mirada de Paula que incendiada derramaba lagrimas de placer mientras hacían el amor.
Sentía que esa mujer tenía mucho de todas aquellas que habían pasado por su vida sin quedarse. En ella habitaban los sentimientos y emociones de muchas de las mujeres de la cuales se había alimentado y bebido físicamente. En ella parecían renacer a su memoria.
Pero a la vez sentía que esa mujer callada que se entregaba al sexo sin medida y sin palabras lo estaba amando de una manera tal que sentía que trozos de su alma se iba en cada beso.
En el momento de su estallido final algo le apretó el alma y lanzó un pequeño grito. Pareció quedarse suspendido en el tiempo por un instante y cuando al fin pareció reaccionar se recostó junto a ella en silencio. La mujer no dijo nada y se volvió dándole la espalda.
José cerró los ojos y el sueño lo fue ganando. Poco a poco los latidos de su corazón se hicieron cada vez más lentos. Mientras el sueño llegaba como en un remolino mezcla de sueños y realidad comenzó a recordar su charla con el posadero mientras permanecía absorto ante el cuadro de una bellísima mujer que imponente se hallaba sobre la vieja estufa que precedía el living de la vieja casona que servía de hospedaje del pequeño pueblo perdido en medio de la nada donde se había detenido en su camino de escape de un enojado marido portador de una gran escopeta de doble caño.
Durante largo tiempo se quedó en silencio, con los ojos encadenados a la mirada oscura y profunda. Su corazón de poeta le permitió distinguir en ellos una inmensa tristeza. Una tristeza tan parecida a la que sintió cuando la mujer del cuarto le habló. Era bella. Estaba sentada al lado de una ventana y vestía un maravilloso vestido blanco con encaje y seda. Su cabello negro caía en bucles sobre sus hombros juveniles y en unas de sus manos tenía un puñado de cintas azules que le llamaron la atención.  Cuando se acercó descubrió que cada cinta tenía grabado el nombre de un hombre.
El posadero al notarlo tan ensimismado frente a la pintura le narró la historia de la bella mujer que moraba en el cuadro desde hacía más de cien años.
Le contó que era la hija del primer alcalde de la ciudad. Un hombre muy rico y autoritario, que había quedado viudo muy joven y que se había obsesionado con su única hija. Era tanto su obsesión que mantenía a la joven encerrada entre las paredes de su casona al final día del pueblo. Durante años vivió convertida en prisionera de su padre y su belleza, escondida detrás de las ventanas de su casa viendo pasar la vida.
Por eso cuando el joven poeta sureño cruzó las polvorientas calles del pueblo la mirada de la joven se detuvo en él. Él también la descubrió detrás de las cortinas de la habitación femenina. Y fue tanto el fuego que encontró en la mirada femenina que el jovenzuelo cruzó cada obstáculo que se interponía entre ellos hasta caer rendido a sus pies ofreciéndole su amor incondicional y eterno.
Y ambos se despojaron  de todo sin límite alguno. Ella voló en libertad en el cielo de las sabanas de su cama aferrada al cuerpo del hombre. Y él conoció el placer que da una mujer enamorada. Ella se sintió feliz de sentirse amada y él de tenerla.
Hasta que el amargado alcalde se entero y el amor eterno del poeta se vendió por algunos centavos ante la primera amenaza paterna. Una noche de tormenta mientras ella lo esperaba impaciente su padre entró al cuarto y dejó frente a ella los documentos que el poeta había firmado aceptando cada peso que él había puesto frente al joven.
Le comentó el posadero a José que los gritos de la joven se escucharon por horas. Que desde el balcón de su casa lo llamaba y llamaba en medio de llantos descontrolados y promesas de amor perpetuo.
Durante días se comentó en el pueblo lo que había sucedido con la joven y su amante. Pero todo se acalló cuando el chisme de una de las sirvientas de la casona les informó a todos que la joven se había dejado morir de tristeza y la habían enterrado en el cementerio familiar junto a su madre.
José recién comenzó a mirar a su alrededor  con atención y notó recién los viejos muebles. Y  supo que se había hospedado en la vieja casona donde había vivido la joven y su padre. Cada mueble formaba parte de esa historia doliente de amor y desesperanza.
José que había hecho valer su fama de joven escritor reconocido para que las puertas de la posada se abrieran para él en medio de lo desolado de la noche estaba bebiendo un rico oporto que le había convidado el posadero mientras lo hacía esperar para que acondicionaran el cuarto donde pasaría la noche le pidió al hombre que siguiera con la historia. El viejo le narro una especie de leyenda urbana que los habitantes del pueblo transmitían a sus descendencias desde muy chicos.
Le dijo que en el pueblo cuando alguno de los niños mostraba tener algún don referido a las letras las madres se los quitaban a palos o los arrancaban del pueblo enviándolos a estudiar lejos de ahí, ya que decían que el fantasma de la joven los invadía hasta enloquecerlos y robarles el alma pues había jurado antes de morir que se vengaría de cada poeta que pusiera sus pies en el pueblo.
José había sonreído sin que el hombre se diera cuenta. El venía de la gran ciudad y no creía en ese tipo de cosas. Nadie podía robarle el alma a nadie y mucho menos a un poeta. No le dijo nada al hombre respetuoso de que le hubiera abierto las puertas a las once de la noche.
José sonrió satisfecho en la cama. A pesar de los últimos pensamientos que había cruzado por su cabeza aún le duraban las emociones fuertes de lo que había vivido junto a la mujer que parecía dormir a su lado. Los rayos lunares le acariciaban el blanco cuerpo y se cobijaban en su pelo negro. Sintió un fuerte deseo de tocarla pero prefirió no hacerlo. Aún no se sentía lo suficientemente fuerte para otra ronda salvaje de sexo.
Antes de dejarse ganar por el sueño recordó lo que le había dicho el posadero cuando él le insinuó si podía encontrarle en el pueblo una linda dama que lo acompañará a pasar una buena noche.
El hombre lo había mirado sonriendo y le contestó que no se preocupara que cuando subiera a su cuarto encontraría lo que deseaba porque la casa se encargaba de todo.
José se despertó a la mañana siguiente casi al mediodía. La mujer ya no estaba a su lado pero aún se podía percibir el aroma dulzón de su piel en las sabanas. Sorprendido descubrió que le dolía mucho el cuerpo. Sonrió al pensar que ya no era tan joven para los trotes del amor furtivo.
Se dio un largo baño y bajo a almorzar. El posadero lo miró sonriendo y lo saludo respetuosamente. Después de comer se sentó en el living frente al cuadro. La bella jovencita parecía mirarlo fijamente. Su mirada seguía oscura y triste.
De pronto se puso de pie y lanzó una exclamación de asombro y espanto. Entre las cintas que tenía la joven en su mano derecha había una nueva. Una que hasta ayer no tenía. Una que decía su nombre: José.
El joven se puso pálido y corrió hacia el posadero suplicando que le preste una lapicera y un papel. Este lo miró con tristeza y le entrego las cosas. Y sin decir palabra alguna observó a José luchando por escribir su nombre sin lograrlo. Una gran nube había cubierto su cerebro y ya no recordaba como escribir las palabras. Las letras danzaban en su cabeza pero no lograba formar los vocablos.
Un grito de horror escapo de su boca y José salió corriendo por las polvorientas calles del pueblo ya medio loco. Cuando al fin lo encontraron medio muerto a mitad del camino del siguiente pueblo tenía apretada entre sus manos una vieja moneda de oro casi hundida en la carne de su palma.


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