La
cascada dorada del sol se derrama sobre el jardín perfumado por una multitud de
flores, durante la siesta peruana. El joven, con barba larga y traje negro,
penetró en el jardín sintiendo el mismo recogimiento que se podía sentir al
entrar en un lugar santo. Su corazón latía, tan fuerte, que se ahogaba. Temía,
en cualquier momento, dejar de respirar.
Sus piernas
lo llevaron hacia la alta puerta y su mano tembló antes de golpear. Los
segundos que tardó en sentir los pasos de alguien acercándose para abrirle, le
parecieron eternos. Pensó, quizás, era
mejor regresar a su hospedaje para tomar fuerzas, y regresar al día siguiente
más sereno. Pero, eso era lo mismo que se había dicho los tres últimos días. No
podía dejarse ganar por su temor, el apasionado amor que sentía por ese ángel
con formas de mujer le daría fuerzas.
Si
había podido sobrellevar el viaje en barco por un mar, a veces tan bravío, sin
rendir el estómago, podía enfrentarse a la dulce verdad, de ese sueño que nació
detrás de unas líneas bien escritas, por la mano de una mujer.
La
puerta se abrió, y una morena de grandes ojos lo saludó inclinando la cabeza.
Le explicó con voz vibrante que buscaba a la Srta. Georgina, y que su nombre
era Juan Ramón.
Ella
le indicó que pasará, que esperará a la Señorita en el salón, que no tardaría en venir.
Se fue dejándolo solo, en medio de un bello salón cubierto de cortinas de
encaje blanco, y viejos muebles de madera oscura. Desde un jarrón sobre una
mesa hermosamente labrada, lo perfumado del jardín se extendía en la casa, a
través de un ramillete de flores.
Se
sentó. Sus latidos seguían rápidos, y él, todo un hombre de espaldas anchas y
piernas fuertes, se sentía como un mozalbete de pocos años. Pero, esa mujer
había transformado su vida. Lo había arrancado del infierno de la soledad y el
desinterés, a través de sus dulces palabras. Hizo retornar la esperanza a sus
días, y su oscuridad interior se volvió luz. Ella valía cualquiera de los
esfuerzos realizados. Aún ese viaje que tardó tanto en realizar.
Oyó
unos pasos suaves acercándose a la puerta. Por un instante dejó de respirar. El
picaporte se movió y la puerta se abrió.
Ante
sus ojos la presencia angelical de una mujer de cabellos rubios y claros ojos
celestes surgió. De su cuerpo escapaba el aroma del sol, del mar y las flores
de Perú.
Casi
etérea, Georgina sonreía, algo sonrojada, ante la mirada ardida de los negros ojos de Juan Ramón.
Él
también sonrió e iba a decir algo. Quizás uno de sus versos más ardientes.
Había imaginado tanto ese momento. Ella y él frente a frente. Sin límites que
los separará. Libres, al fin, de decirse lo que sus corazones guardan.
De
pronto, asomó detrás de las faldas de la joven, la cara bellísima, de un niño
tan rubio como ella y con sus mismos ojos claros. Este miraba curioso, desde su
escondite, al hombre que le parecía un gigante.
Las
palabras se quedaron en la boca del joven y la muerte pareció acariciar su
alma. Se dijo que había tardado demasiado. Que, tal vez, debería haber tomado
el barco mucho antes. Que ella se le había escapado por su cobardía.
Georgina
vio su ceño fruncido, y la palidez de su rostro. El brillo triste de su mirada
detenida en el niño, y comprendió lo que pasaba en el corazón de su amante
venido de tan lejos y dijo con una voz que a él le atravesó como una espada el
pecho. Y como a Lázaro lo saco de su tumba fría.
-
Juan Ramón… le
presento a Diego, mi pequeño sobrino.
Unas lagrimas
de alegría se desprendieron de los ojos del hombre, e inclinándose ante ella,
comenzó a recitarle sus más encendidos versos, mientras Gertrudis y el niño le
aplaudían.
Los reencuentros, ése momento entre nervios y deseo
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