martes, 29 de noviembre de 2011

EL ORIGEN DEL MAL




Era una noche inclemente de invierno, en un bosque fantástico.   Cualquiera que allí se perdiera, después de un rato, podía oír hablar a los animales, sin necesidad de tener a mano un traductor. Muchos que se habían extraviado en su oscuro laberinto, cuando fueron encontrados, contaban, que habían sido los pájaros que con sus voces pequeñas, los habían guiado hacia la salida.

En una cueva, se resguardaban del frío y la lluvia, cuatro animales. En lo más alto reposaba un búho. Se mantenía algo alejado de los otros tres, y estiraba de a ratos su cuello para observar todo a su alrededor. Estaba también un zorro, cuya mirada verde resplandecía, cada vez, que miraba a la pequeña oveja, que tiritando se había escondido detrás de unas rocas.

El cuarto animal era un sapo, que apenas hundido en un charco, observaba todo con sus grandes ojos saltones.

Por un rato largo, estuvieron en silencio, pero rápido los venció el aburrimiento, y comenzaron a dialogar entre ellos, informándose los últimos chismes del bosque.

De pronto, todo se volvió sombrío. Una figura inmensa entró a la cueva. Los animales callaron. Un hombre había ingresado buscando refugio.

Se sentó sobre una roca y lanzó un suspiro. Sabía bien que no estaba solo. Y aunque había escuchado hablar a los animales, antes de entrar, estos habían decidido regresar a sus dialectos de origen. Así que oía el croar continúo del sapo, el balar de la oveja y el uu uu uu del búho, y aunque el zorro se mantenía en silencio, podía ver el brillo de sus ojos en un rincón. 

Cansado ya del concierto, el búho, que se consideraba el más perspicaz e inteligente de todos los animales, lanzó una pregunta, mientras cavilaba que nadie aparte de él sabría la respuesta.

-         ¿Cual es el origen del mal? – pregunto con voz de profesor de Filosofía girando su cabeza, como si tuviera al frente a una clase entera.

- La astucia - dijo el zorro sin dejar de mirar a la oveja. Porque ella siempre mueve mi interior a buscar la manera de engañar a los otros hasta obtener un gran o pequeño  fin. Ya sea para desayunarse al engañado, quitarle su lugar, o simplemente burlarse para reírse de él. La astucia si no era bien usada se vuelve aterradora, porque todos recelan. Y me mantienen alejado, terriblemente solo. Y sé que si algo me pasa, nadie acudirá en mi ayuda, por el simple hecho que no  creerán en mis pedidos de auxilio. Todos esperan de mi un ataque artero.

- Noooooo!- gritó la oveja con una voz chillona que les estremeció los oídos.- El origen del mal es el desinteréssss. Ese que te hace caminar durante la vida, sin que nada te importeeee. Nada de nadaaa. Ni siquiera si hay algo que morder o agua que tomarrrr. Si no hay, pues nos moriremossss. No nos interesa el pastor, el zorro o el leónnnn. Nada importaaaa. Caminas con la cabeza baja sin mirar a nadieee. Sin que nos interese al que tenemos al lado o lo que le sucedeeee. Nada me importaaaaa, ni siquiera saber en que momento me comerá el zorroooo. 

El sapo terminó de tragarse un insecto y abrió más grande los ojos y comenzó a decir que el origen del mal era la fealdad. Porque nadie ama los feos. Y la fealdad trae soledad, y la soledad trae ira. Y la ira más fealdad tanto interior como exterior. Todos evitan mirar a los feos. Como si al mirarnos pudieran contagiarse. A veces creen que los feos no tenemos   alma, y no nos duelen los desprecios recibidos.

¡Están equivocados todos! - sentenció el búho-  el origen del mal es sentirse superior al resto. Creer ser el dueño de la verdad absoluta, capaz de dar sentencia y condena. No aceptar que el otro tenga razón. No bajar la cabeza ante nada. Aunque eso signifique que nadie quiera estar con nosotros, porque todos son seres inferiores, sin la divinidad que les permita compartir nuestro mismo lugar. ¡Y por favor, que nadie me contraríe!

El hombre que se había mantenido tan sigiloso, que los animales habían olvidado su presencia dijo de pronto:

-         El origen del mal es la tristeza. Es un despiadado asesino. No te deja comer o beber porque todo sabe a amargura. Te borra las sonrisas y te aparta del trabajo porque no se siente ganas de nada. Te encierra en un pozo donde todo es llanto y rechinar de dientes. Vivimos nuestro propio infierno personal. La tristeza nos aleja del amor. Mata la esperanza, la fe y consume a la alegría hasta hacerla desaparecer. Y uno termina, como yo tratando de matar el cuerpo en esta cueva, porque el alma ya esta muerta hace tiempo. La tristeza es la muerte.  Es el fin de todo.

Los animales se quedaron en silencio un largo rato. La tormenta continuaba cayendo. Los rayos iluminaban de vez en cuando la cueva. El hombre permanecía sentado en un rincón, y por su maduro rostro descendían las lágrimas. 

La oveja, impulsada por un resorte interior inexplicable, se olvidó que nada le interesaba, ni siquiera el zorro que roncaba bien cerquita de donde ella estaba oculta. Se acercó al hombre y buscó con su cabeza de rulos húmedos y algo duros la caricia de la mano fuerte, que sorprendida se quedo quieta por un instante, y luego le hizo un mimo.

El sapo dejó de mirarse en el oscuro charco y olvido lo feo que era, y comenzó a cantar. Y como nunca su voz sonó dulcemente. La letra de la canción hablaba de tormentas pasajeras que quedaban atrás cuando el sol de los buenos sentimientos volvía a brillar. De flores, de pájaros y del amor.

El zorro despertó sobresaltado, y al descubrir a la oveja junto al hombre durmiendo, sus ojos brillaron con astucias. Se dijo que si se ponía cara de bueno e inteligente, el hombre lo creería un perro. Y una vez cerca, a la oveja no le quedaría mucho tiempo.

Dio dos pasos hacia donde se encontraban el hombre y la oveja. El hombre parecía dormir profundamente. El zorro sonrió sintiendo el camino libre, pero cuando dio el tercer paso, el hombre abrió los ojos y lo miró. Aún había en su mirada la luz apagada de la tristeza, pero en un rinconcito el zorro vio brillar una lucecita chiquita, una luz distinta. Con menos humedad de lagrimas y con mas calidez vestida de esperanza.

Retrocedió los dos pasos que hizo y se volvió a acostar, sintiendo crecer los ruiditos en la panza por el hambre. De nada valía la astucia cuando en el medio se cruzaban sentimientos más fuertes se dijo antes de comenzar a roncar.

El búho desde lo alto observo todo, y le dolió un poquito su eterna superioridad sobre el resto de los animales, incluso del hombre mismo. Ella, lo mantenía lejos de la caricia de la mano grande del hombre, del calorcito que la oveja daba, y de las emociones que la canción del sapo despertaban.

Cerró los ojos para dormitar un poco, pero antes que se cerrarán del todo, pudo ver una sonrisa entibiar el rostro del hombre, y como con un gesto de su mano izquierda borraba todas las lagrimas que la tristeza le había robado, mientras con la derecha acariciaba a la pequeña oveja, murmurándole palabras que alejarán el temor que la hacían estremecer cada vez que un trueno estallaba.

miércoles, 26 de octubre de 2011

MOMENTO




                                                                                             
                                                                                                                  PARA MARTA

Gira y gira mi cuerpo junto al suyo sobre unas sabanas fragantes. Encendida me quemo sobre su pecho. Estoy sedienta y anhelo con urgencia de sus besos. Sus labios me calman cuando exploran dentro de mi boca con audacia.

Ya, no sé cuantas veces sollocé recostada a su lado, cuando el goce de sentirlo me trasportaba hasta el mismo cielo. 

Acallé los te amo cuando el placer era infinito. Los convertí en su nombre huyendo junto a mis suspiros. No quería que el ímpetu de una promesa, lo haga huir de nuevo de mis brazos.

Tardó tanto en regresar, y viví tan triste este tiempo, que me basta con sentir sus dedos escalar mi piel mientras me roba un ruego. Una dulce suplica para que calme el frío de la soledad que parece ensañado conmigo.

Lo miro y sus ojos oscuros me reflejan. En ellos me veo como una mujer entera. Su dulce mujer enamorada que nunca se cansó de esperarlo. Una bella mariposa que se alimenta de la flor de sus deseos.

Sonríe y por un momento me quedo sin latidos. Es tan bello y lo siento tan mío que mi sangre parece correr por mis venas salvajemente, cuando me busca ardiente sobre la cama. 

Me río y sin quererlo me sonrojo. Es que percibo tanto que no me alcanzan las palabras, por eso dejo que mi osadía hable sobre su cuerpo sin ponerle límites.

Y cuando sus dedos inician ese viaje interminable por los valles escondidos de mi universo voluptuoso, le demuestro sin temores cuanto me encanta. Somos uno en el reino de un cuarto, enredados como dos flores fragantes que arden dulcemente.

Quedaron atrás los silencios largos que separaron nuestros días y cerraron ya las heridas que nos causamos por no saber aquietar el  orgullo.

Recorrimos un largo sendero para llegar a este momento, donde el amor nos une plenos y a ambos nos preserva la vida.






jueves, 20 de octubre de 2011

JUAN RAMÓN



La cascada dorada del sol se derrama sobre el jardín perfumado por una multitud de flores, durante la siesta peruana. El joven, con barba larga y traje negro, penetró en el jardín sintiendo el mismo recogimiento que se podía sentir al entrar en un lugar santo. Su corazón latía, tan fuerte, que se ahogaba. Temía, en cualquier momento, dejar de respirar.

Sus piernas lo llevaron hacia la alta puerta y su mano tembló antes de golpear. Los segundos que tardó en sentir los pasos de alguien acercándose para abrirle, le parecieron eternos. Pensó,  quizás, era mejor regresar a su hospedaje para tomar fuerzas, y regresar al día siguiente más sereno. Pero, eso era lo mismo que se había dicho los tres últimos días. No podía dejarse ganar por su temor, el apasionado amor que sentía por ese ángel con formas de mujer le daría fuerzas.

Si había podido sobrellevar el viaje en barco por un mar, a veces tan bravío, sin rendir el estómago, podía enfrentarse a la dulce verdad, de ese sueño que nació detrás de unas líneas bien escritas, por la mano de una mujer.
La puerta se abrió, y una morena de grandes ojos lo saludó inclinando la cabeza. Le explicó con voz vibrante que buscaba a la Srta. Georgina, y que su nombre era Juan Ramón.

Ella le indicó que pasará, que esperará a la Señorita en el salón, que no tardaría en venir. Se fue dejándolo solo, en medio de un bello salón cubierto de cortinas de encaje blanco, y viejos muebles de madera oscura. Desde un jarrón sobre una mesa hermosamente labrada, lo perfumado del jardín se extendía en la casa, a través de un ramillete de flores. 

Se sentó. Sus latidos seguían rápidos, y él, todo un hombre de espaldas anchas y piernas fuertes, se sentía como un mozalbete de pocos años. Pero, esa mujer había transformado su vida. Lo había arrancado del infierno de la soledad y el desinterés, a través de sus dulces palabras. Hizo retornar la esperanza a sus días, y su oscuridad interior se volvió luz. Ella valía cualquiera de los esfuerzos realizados. Aún ese viaje que tardó tanto en realizar.

Oyó unos pasos suaves acercándose a la puerta. Por un instante dejó de respirar. El picaporte se movió y la puerta se abrió. 

Ante sus ojos la presencia angelical de una mujer de cabellos rubios y claros ojos celestes surgió. De su cuerpo escapaba el aroma del sol, del mar y las flores de Perú. 

Casi etérea, Georgina sonreía, algo sonrojada, ante la mirada ardida de  los negros ojos de Juan Ramón.

Él también sonrió e iba a decir algo. Quizás uno de sus versos más ardientes. Había imaginado tanto ese momento. Ella y él frente a frente. Sin límites que los separará. Libres, al fin, de decirse lo que sus corazones guardan.
De pronto, asomó detrás de las faldas de la joven, la cara bellísima, de un niño tan rubio como ella y con sus mismos ojos claros. Este miraba curioso, desde su escondite, al hombre que le parecía un gigante.

Las palabras se quedaron en la boca del joven y la muerte pareció acariciar su alma. Se dijo que había tardado demasiado. Que, tal vez, debería haber tomado el barco mucho antes. Que ella se le había escapado por su cobardía.
Georgina vio su ceño fruncido, y la palidez de su rostro. El brillo triste de su mirada detenida en el niño, y comprendió lo que pasaba en el corazón de su amante venido de tan lejos y dijo con una voz que a él le atravesó como una espada el pecho. Y como a Lázaro lo saco de su tumba fría.

-         Juan Ramón… le presento a Diego, mi pequeño sobrino.

Unas lagrimas de alegría se desprendieron de los ojos del hombre, e inclinándose ante ella, comenzó a recitarle sus más encendidos versos, mientras Gertrudis y el niño le aplaudían.


domingo, 16 de octubre de 2011

BAJO LA LUNA





Los niños duermen y sueñan con comida. Sueño que les provoca, retorcijones en sus panzas vacías. Uno al lado del otro, reposan sus cuerpos pequeños y agotados, después de  tanto caminar buscando los tesoros que esconde la basura, y que lamentablemente hoy fueron muy pocos. La luna desde su reino plateado parece velar esos sueños inquietos.
Jorge fuma un cigarrillo. Lo hace lento. Como queriendo que le dure mucho. No cumplió los 12. Fuma desde los 10, y es el Jefe de esa banda de niños que asola el barrio pobre. Es el más alto y fuerte de todos. Y siente que el cigarrillo le da un cierto aire de autoridad.
Se toma la faena de la jefatura con responsabilidad, además de guiarlos en los pequeños hurtos y travesuras, los protege de los peligros, que en ese lugar sobran, y bastante. Nadie puede decir que Jorge no es bravo. Ante nadie baja la cabeza, y usa su pequeño puñal con maestría. Varios eran los que llevan su marca.
Se ganó el respeto de todos, una noche, cuando un borracho, demasiado confuso por el alcohol, puso sus manos y algunas otras cosas de su cuerpo, sobre uno de los más chicos. La rabia lo enloqueció, de tal manera, que cayó con violencia sobre el distraído hombre.
Este, se volvió intentando subirse los pantalones, mientras balbuceaba incoherencias. La mirada de Jorge  se detuvo, solo unos segundos, en el rostro lloroso y aterrado del pequeño. Y el asco, la irá y esas viejas pesadillas que le impedían dormir, lo dominaron.
Sin dudarlo un segundo, su cuchillo entró en la carne del hombre, que lanzó un grito.  Pero Jorge no se detuvo. Su arma continuó haciendo daño. Sus pequeños amigos que se  despertaron espantados, tuvieron que hacer un gran esfuerzo para detenerlo. Terminaron todos bañados por la sangre del hombre y agitados.
La luna se ocultó tras una nube enrojecida. Impávida y fría. Nadie pronunció una palabra. Como una pequeña manada se movieron detrás de Jorge. Entre todos lo alzaron y lo tiraron a la inmunda agua del riachuelo. Los monstruos que vivían entre la basura y los cacharros no dejarían mucho. No sentían temor que la ausencia del pobre infeliz  se notara. Él era de su misma clase. Un paria olvidado por todos.