domingo, 1 de septiembre de 2013





EL AMOR DE LOS POETAS

Subió los escalones de dos en dos. Sentía correr la sangre veloz por sus venas. De pronto había recuperado las emociones de los 20 años. Si hasta parecía que le habían surgido alas en los pies y ni sintió los tres pisos que tuvo que subir para llegar hasta su habitación.              Cuando llego al largo corredor del tercer piso buscó con la mirada la puerta de la habitación 314. Estaba al fondo, casi escondida en una esquina. Camino los pocos metros que lo separaban de ella con unos cuantos pasos. Puso la llave en la cerradura y empujó la puerta.
Se encontró con una habitación en penumbras. Apenas ingresaba en ella la tenue luz del pasillo sin lograr hacer desaparecer las sombras totalmente.
Buscó impaciente con la mirada y la descubrió junto a la ventana. Una figura estilizada y blanca. La figura de una mujer que se volvió hacia él. Los rayos de la luna a través de las cortinas fueron dibujando su cuerpo magnifico bajo un bello camisón donde el encaje permitía ver la sensualidad de sus formas. Lo miraba. Sentía su mirada sobre él. Como lenguas de fuego recorriendo su cuerpo. Esos ojos quemaban y lo estaban excitando.
Se adelanto y cerró la puerta. El cuarto quedo en oscura. Hizo el gesto de encender la luz del cuarto pero la voz de la mujer suavemente le pidió que no lo hiciera. Y esa fue la última vez que él pudo escuchar su voz.
Era tan dulce su voz que algo dolió dentro de él. Un recuerdo triste que vino desde su pasado para cobijarse en su interior. Sin saber porque la congoja lo atrapo.
Caminó hacia ella tendiéndole una mano y cuando los delicados dedos se aferraron a los suyos su piel termino por encenderse.
La rodeo con sus brazos pegándola contra su cuerpo y la miró. Se perdió en la brillante mirada antes de besarla. Cuando su boca rozó la femenina no pudo evitar dejar escapar un suspiro. Se sentía un joven ante su primera experiencia de amor. 
Su cuerpo era un volcán en erupción y la mujer que se pegaba a él era la culpable.
La llevo hasta la cama y la fue desvistiendo lentamente como si tratara de hacer que el momento del goce de verla desnuda se extendiera eternamente.
Ella lo dejaba hacer. Se entregaba a la pasión sin límites. De pronto, se descubrió pensando mientras se apoderaba de ese cuerpo bello que ella besaba como lo hacía Manuela, la de piel canela. Esa joven dulce que corrió detrás de él cuando se marchó del pequeño poblado de Rivera. Aún recordaba sus lágrimas silenciosas cuando se despidió de ella. Había corrido por varias cuadras detrás del auto que lo apartaba de su lado.
Y que esa mujer silenciosa lo tocaba ahí donde tocan las mujeres capaces de llevar al hombre al cielo como lo hacía Rosario, esa rubia alemana que se dejaba amar de pie detrás del bar oscuro donde pasaba sus rutinarios días hasta que él llego para darle un poco de savia a sus horas secas.
Que se agitaba debajo de él con el mismo ardor que tenía Mercedes, cuando hacían el amor en la cama ancha de sus padres en esas tardes de verano de su adolescencia. Esa casi niña que descubrió junto a él la magia del sexo. De su boca habían escapado los besos más suaves que lo habían tocado.
Que sus ojos parecían un lago oscuro donde el brillo de algunas estrellas parecía emerger para encenderle el cuerpo. Y que así era la mirada de Paula que incendiada derramaba lagrimas de placer mientras hacían el amor.
Sentía que esa mujer tenía mucho de todas aquellas que habían pasado por su vida sin quedarse. En ella habitaban los sentimientos y emociones de muchas de las mujeres de la cuales se había alimentado y bebido físicamente. En ella parecían renacer a su memoria.
Pero a la vez sentía que esa mujer callada que se entregaba al sexo sin medida y sin palabras lo estaba amando de una manera tal que sentía que trozos de su alma se iba en cada beso.
En el momento de su estallido final algo le apretó el alma y lanzó un pequeño grito. Pareció quedarse suspendido en el tiempo por un instante y cuando al fin pareció reaccionar se recostó junto a ella en silencio. La mujer no dijo nada y se volvió dándole la espalda.
José cerró los ojos y el sueño lo fue ganando. Poco a poco los latidos de su corazón se hicieron cada vez más lentos. Mientras el sueño llegaba como en un remolino mezcla de sueños y realidad comenzó a recordar su charla con el posadero mientras permanecía absorto ante el cuadro de una bellísima mujer que imponente se hallaba sobre la vieja estufa que precedía el living de la vieja casona que servía de hospedaje del pequeño pueblo perdido en medio de la nada donde se había detenido en su camino de escape de un enojado marido portador de una gran escopeta de doble caño.
Durante largo tiempo se quedó en silencio, con los ojos encadenados a la mirada oscura y profunda. Su corazón de poeta le permitió distinguir en ellos una inmensa tristeza. Una tristeza tan parecida a la que sintió cuando la mujer del cuarto le habló. Era bella. Estaba sentada al lado de una ventana y vestía un maravilloso vestido blanco con encaje y seda. Su cabello negro caía en bucles sobre sus hombros juveniles y en unas de sus manos tenía un puñado de cintas azules que le llamaron la atención.  Cuando se acercó descubrió que cada cinta tenía grabado el nombre de un hombre.
El posadero al notarlo tan ensimismado frente a la pintura le narró la historia de la bella mujer que moraba en el cuadro desde hacía más de cien años.
Le contó que era la hija del primer alcalde de la ciudad. Un hombre muy rico y autoritario, que había quedado viudo muy joven y que se había obsesionado con su única hija. Era tanto su obsesión que mantenía a la joven encerrada entre las paredes de su casona al final día del pueblo. Durante años vivió convertida en prisionera de su padre y su belleza, escondida detrás de las ventanas de su casa viendo pasar la vida.
Por eso cuando el joven poeta sureño cruzó las polvorientas calles del pueblo la mirada de la joven se detuvo en él. Él también la descubrió detrás de las cortinas de la habitación femenina. Y fue tanto el fuego que encontró en la mirada femenina que el jovenzuelo cruzó cada obstáculo que se interponía entre ellos hasta caer rendido a sus pies ofreciéndole su amor incondicional y eterno.
Y ambos se despojaron  de todo sin límite alguno. Ella voló en libertad en el cielo de las sabanas de su cama aferrada al cuerpo del hombre. Y él conoció el placer que da una mujer enamorada. Ella se sintió feliz de sentirse amada y él de tenerla.
Hasta que el amargado alcalde se entero y el amor eterno del poeta se vendió por algunos centavos ante la primera amenaza paterna. Una noche de tormenta mientras ella lo esperaba impaciente su padre entró al cuarto y dejó frente a ella los documentos que el poeta había firmado aceptando cada peso que él había puesto frente al joven.
Le comentó el posadero a José que los gritos de la joven se escucharon por horas. Que desde el balcón de su casa lo llamaba y llamaba en medio de llantos descontrolados y promesas de amor perpetuo.
Durante días se comentó en el pueblo lo que había sucedido con la joven y su amante. Pero todo se acalló cuando el chisme de una de las sirvientas de la casona les informó a todos que la joven se había dejado morir de tristeza y la habían enterrado en el cementerio familiar junto a su madre.
José recién comenzó a mirar a su alrededor  con atención y notó recién los viejos muebles. Y  supo que se había hospedado en la vieja casona donde había vivido la joven y su padre. Cada mueble formaba parte de esa historia doliente de amor y desesperanza.
José que había hecho valer su fama de joven escritor reconocido para que las puertas de la posada se abrieran para él en medio de lo desolado de la noche estaba bebiendo un rico oporto que le había convidado el posadero mientras lo hacía esperar para que acondicionaran el cuarto donde pasaría la noche le pidió al hombre que siguiera con la historia. El viejo le narro una especie de leyenda urbana que los habitantes del pueblo transmitían a sus descendencias desde muy chicos.
Le dijo que en el pueblo cuando alguno de los niños mostraba tener algún don referido a las letras las madres se los quitaban a palos o los arrancaban del pueblo enviándolos a estudiar lejos de ahí, ya que decían que el fantasma de la joven los invadía hasta enloquecerlos y robarles el alma pues había jurado antes de morir que se vengaría de cada poeta que pusiera sus pies en el pueblo.
José había sonreído sin que el hombre se diera cuenta. El venía de la gran ciudad y no creía en ese tipo de cosas. Nadie podía robarle el alma a nadie y mucho menos a un poeta. No le dijo nada al hombre respetuoso de que le hubiera abierto las puertas a las once de la noche.
José sonrió satisfecho en la cama. A pesar de los últimos pensamientos que había cruzado por su cabeza aún le duraban las emociones fuertes de lo que había vivido junto a la mujer que parecía dormir a su lado. Los rayos lunares le acariciaban el blanco cuerpo y se cobijaban en su pelo negro. Sintió un fuerte deseo de tocarla pero prefirió no hacerlo. Aún no se sentía lo suficientemente fuerte para otra ronda salvaje de sexo.
Antes de dejarse ganar por el sueño recordó lo que le había dicho el posadero cuando él le insinuó si podía encontrarle en el pueblo una linda dama que lo acompañará a pasar una buena noche.
El hombre lo había mirado sonriendo y le contestó que no se preocupara que cuando subiera a su cuarto encontraría lo que deseaba porque la casa se encargaba de todo.
José se despertó a la mañana siguiente casi al mediodía. La mujer ya no estaba a su lado pero aún se podía percibir el aroma dulzón de su piel en las sabanas. Sorprendido descubrió que le dolía mucho el cuerpo. Sonrió al pensar que ya no era tan joven para los trotes del amor furtivo.
Se dio un largo baño y bajo a almorzar. El posadero lo miró sonriendo y lo saludo respetuosamente. Después de comer se sentó en el living frente al cuadro. La bella jovencita parecía mirarlo fijamente. Su mirada seguía oscura y triste.
De pronto se puso de pie y lanzó una exclamación de asombro y espanto. Entre las cintas que tenía la joven en su mano derecha había una nueva. Una que hasta ayer no tenía. Una que decía su nombre: José.
El joven se puso pálido y corrió hacia el posadero suplicando que le preste una lapicera y un papel. Este lo miró con tristeza y le entrego las cosas. Y sin decir palabra alguna observó a José luchando por escribir su nombre sin lograrlo. Una gran nube había cubierto su cerebro y ya no recordaba como escribir las palabras. Las letras danzaban en su cabeza pero no lograba formar los vocablos.
Un grito de horror escapo de su boca y José salió corriendo por las polvorientas calles del pueblo ya medio loco. Cuando al fin lo encontraron medio muerto a mitad del camino del siguiente pueblo tenía apretada entre sus manos una vieja moneda de oro casi hundida en la carne de su palma.


martes, 29 de noviembre de 2011

EL ORIGEN DEL MAL




Era una noche inclemente de invierno, en un bosque fantástico.   Cualquiera que allí se perdiera, después de un rato, podía oír hablar a los animales, sin necesidad de tener a mano un traductor. Muchos que se habían extraviado en su oscuro laberinto, cuando fueron encontrados, contaban, que habían sido los pájaros que con sus voces pequeñas, los habían guiado hacia la salida.

En una cueva, se resguardaban del frío y la lluvia, cuatro animales. En lo más alto reposaba un búho. Se mantenía algo alejado de los otros tres, y estiraba de a ratos su cuello para observar todo a su alrededor. Estaba también un zorro, cuya mirada verde resplandecía, cada vez, que miraba a la pequeña oveja, que tiritando se había escondido detrás de unas rocas.

El cuarto animal era un sapo, que apenas hundido en un charco, observaba todo con sus grandes ojos saltones.

Por un rato largo, estuvieron en silencio, pero rápido los venció el aburrimiento, y comenzaron a dialogar entre ellos, informándose los últimos chismes del bosque.

De pronto, todo se volvió sombrío. Una figura inmensa entró a la cueva. Los animales callaron. Un hombre había ingresado buscando refugio.

Se sentó sobre una roca y lanzó un suspiro. Sabía bien que no estaba solo. Y aunque había escuchado hablar a los animales, antes de entrar, estos habían decidido regresar a sus dialectos de origen. Así que oía el croar continúo del sapo, el balar de la oveja y el uu uu uu del búho, y aunque el zorro se mantenía en silencio, podía ver el brillo de sus ojos en un rincón. 

Cansado ya del concierto, el búho, que se consideraba el más perspicaz e inteligente de todos los animales, lanzó una pregunta, mientras cavilaba que nadie aparte de él sabría la respuesta.

-         ¿Cual es el origen del mal? – pregunto con voz de profesor de Filosofía girando su cabeza, como si tuviera al frente a una clase entera.

- La astucia - dijo el zorro sin dejar de mirar a la oveja. Porque ella siempre mueve mi interior a buscar la manera de engañar a los otros hasta obtener un gran o pequeño  fin. Ya sea para desayunarse al engañado, quitarle su lugar, o simplemente burlarse para reírse de él. La astucia si no era bien usada se vuelve aterradora, porque todos recelan. Y me mantienen alejado, terriblemente solo. Y sé que si algo me pasa, nadie acudirá en mi ayuda, por el simple hecho que no  creerán en mis pedidos de auxilio. Todos esperan de mi un ataque artero.

- Noooooo!- gritó la oveja con una voz chillona que les estremeció los oídos.- El origen del mal es el desinteréssss. Ese que te hace caminar durante la vida, sin que nada te importeeee. Nada de nadaaa. Ni siquiera si hay algo que morder o agua que tomarrrr. Si no hay, pues nos moriremossss. No nos interesa el pastor, el zorro o el leónnnn. Nada importaaaa. Caminas con la cabeza baja sin mirar a nadieee. Sin que nos interese al que tenemos al lado o lo que le sucedeeee. Nada me importaaaaa, ni siquiera saber en que momento me comerá el zorroooo. 

El sapo terminó de tragarse un insecto y abrió más grande los ojos y comenzó a decir que el origen del mal era la fealdad. Porque nadie ama los feos. Y la fealdad trae soledad, y la soledad trae ira. Y la ira más fealdad tanto interior como exterior. Todos evitan mirar a los feos. Como si al mirarnos pudieran contagiarse. A veces creen que los feos no tenemos   alma, y no nos duelen los desprecios recibidos.

¡Están equivocados todos! - sentenció el búho-  el origen del mal es sentirse superior al resto. Creer ser el dueño de la verdad absoluta, capaz de dar sentencia y condena. No aceptar que el otro tenga razón. No bajar la cabeza ante nada. Aunque eso signifique que nadie quiera estar con nosotros, porque todos son seres inferiores, sin la divinidad que les permita compartir nuestro mismo lugar. ¡Y por favor, que nadie me contraríe!

El hombre que se había mantenido tan sigiloso, que los animales habían olvidado su presencia dijo de pronto:

-         El origen del mal es la tristeza. Es un despiadado asesino. No te deja comer o beber porque todo sabe a amargura. Te borra las sonrisas y te aparta del trabajo porque no se siente ganas de nada. Te encierra en un pozo donde todo es llanto y rechinar de dientes. Vivimos nuestro propio infierno personal. La tristeza nos aleja del amor. Mata la esperanza, la fe y consume a la alegría hasta hacerla desaparecer. Y uno termina, como yo tratando de matar el cuerpo en esta cueva, porque el alma ya esta muerta hace tiempo. La tristeza es la muerte.  Es el fin de todo.

Los animales se quedaron en silencio un largo rato. La tormenta continuaba cayendo. Los rayos iluminaban de vez en cuando la cueva. El hombre permanecía sentado en un rincón, y por su maduro rostro descendían las lágrimas. 

La oveja, impulsada por un resorte interior inexplicable, se olvidó que nada le interesaba, ni siquiera el zorro que roncaba bien cerquita de donde ella estaba oculta. Se acercó al hombre y buscó con su cabeza de rulos húmedos y algo duros la caricia de la mano fuerte, que sorprendida se quedo quieta por un instante, y luego le hizo un mimo.

El sapo dejó de mirarse en el oscuro charco y olvido lo feo que era, y comenzó a cantar. Y como nunca su voz sonó dulcemente. La letra de la canción hablaba de tormentas pasajeras que quedaban atrás cuando el sol de los buenos sentimientos volvía a brillar. De flores, de pájaros y del amor.

El zorro despertó sobresaltado, y al descubrir a la oveja junto al hombre durmiendo, sus ojos brillaron con astucias. Se dijo que si se ponía cara de bueno e inteligente, el hombre lo creería un perro. Y una vez cerca, a la oveja no le quedaría mucho tiempo.

Dio dos pasos hacia donde se encontraban el hombre y la oveja. El hombre parecía dormir profundamente. El zorro sonrió sintiendo el camino libre, pero cuando dio el tercer paso, el hombre abrió los ojos y lo miró. Aún había en su mirada la luz apagada de la tristeza, pero en un rinconcito el zorro vio brillar una lucecita chiquita, una luz distinta. Con menos humedad de lagrimas y con mas calidez vestida de esperanza.

Retrocedió los dos pasos que hizo y se volvió a acostar, sintiendo crecer los ruiditos en la panza por el hambre. De nada valía la astucia cuando en el medio se cruzaban sentimientos más fuertes se dijo antes de comenzar a roncar.

El búho desde lo alto observo todo, y le dolió un poquito su eterna superioridad sobre el resto de los animales, incluso del hombre mismo. Ella, lo mantenía lejos de la caricia de la mano grande del hombre, del calorcito que la oveja daba, y de las emociones que la canción del sapo despertaban.

Cerró los ojos para dormitar un poco, pero antes que se cerrarán del todo, pudo ver una sonrisa entibiar el rostro del hombre, y como con un gesto de su mano izquierda borraba todas las lagrimas que la tristeza le había robado, mientras con la derecha acariciaba a la pequeña oveja, murmurándole palabras que alejarán el temor que la hacían estremecer cada vez que un trueno estallaba.

miércoles, 26 de octubre de 2011

MOMENTO




                                                                                             
                                                                                                                  PARA MARTA

Gira y gira mi cuerpo junto al suyo sobre unas sabanas fragantes. Encendida me quemo sobre su pecho. Estoy sedienta y anhelo con urgencia de sus besos. Sus labios me calman cuando exploran dentro de mi boca con audacia.

Ya, no sé cuantas veces sollocé recostada a su lado, cuando el goce de sentirlo me trasportaba hasta el mismo cielo. 

Acallé los te amo cuando el placer era infinito. Los convertí en su nombre huyendo junto a mis suspiros. No quería que el ímpetu de una promesa, lo haga huir de nuevo de mis brazos.

Tardó tanto en regresar, y viví tan triste este tiempo, que me basta con sentir sus dedos escalar mi piel mientras me roba un ruego. Una dulce suplica para que calme el frío de la soledad que parece ensañado conmigo.

Lo miro y sus ojos oscuros me reflejan. En ellos me veo como una mujer entera. Su dulce mujer enamorada que nunca se cansó de esperarlo. Una bella mariposa que se alimenta de la flor de sus deseos.

Sonríe y por un momento me quedo sin latidos. Es tan bello y lo siento tan mío que mi sangre parece correr por mis venas salvajemente, cuando me busca ardiente sobre la cama. 

Me río y sin quererlo me sonrojo. Es que percibo tanto que no me alcanzan las palabras, por eso dejo que mi osadía hable sobre su cuerpo sin ponerle límites.

Y cuando sus dedos inician ese viaje interminable por los valles escondidos de mi universo voluptuoso, le demuestro sin temores cuanto me encanta. Somos uno en el reino de un cuarto, enredados como dos flores fragantes que arden dulcemente.

Quedaron atrás los silencios largos que separaron nuestros días y cerraron ya las heridas que nos causamos por no saber aquietar el  orgullo.

Recorrimos un largo sendero para llegar a este momento, donde el amor nos une plenos y a ambos nos preserva la vida.






jueves, 20 de octubre de 2011

JUAN RAMÓN



La cascada dorada del sol se derrama sobre el jardín perfumado por una multitud de flores, durante la siesta peruana. El joven, con barba larga y traje negro, penetró en el jardín sintiendo el mismo recogimiento que se podía sentir al entrar en un lugar santo. Su corazón latía, tan fuerte, que se ahogaba. Temía, en cualquier momento, dejar de respirar.

Sus piernas lo llevaron hacia la alta puerta y su mano tembló antes de golpear. Los segundos que tardó en sentir los pasos de alguien acercándose para abrirle, le parecieron eternos. Pensó,  quizás, era mejor regresar a su hospedaje para tomar fuerzas, y regresar al día siguiente más sereno. Pero, eso era lo mismo que se había dicho los tres últimos días. No podía dejarse ganar por su temor, el apasionado amor que sentía por ese ángel con formas de mujer le daría fuerzas.

Si había podido sobrellevar el viaje en barco por un mar, a veces tan bravío, sin rendir el estómago, podía enfrentarse a la dulce verdad, de ese sueño que nació detrás de unas líneas bien escritas, por la mano de una mujer.
La puerta se abrió, y una morena de grandes ojos lo saludó inclinando la cabeza. Le explicó con voz vibrante que buscaba a la Srta. Georgina, y que su nombre era Juan Ramón.

Ella le indicó que pasará, que esperará a la Señorita en el salón, que no tardaría en venir. Se fue dejándolo solo, en medio de un bello salón cubierto de cortinas de encaje blanco, y viejos muebles de madera oscura. Desde un jarrón sobre una mesa hermosamente labrada, lo perfumado del jardín se extendía en la casa, a través de un ramillete de flores. 

Se sentó. Sus latidos seguían rápidos, y él, todo un hombre de espaldas anchas y piernas fuertes, se sentía como un mozalbete de pocos años. Pero, esa mujer había transformado su vida. Lo había arrancado del infierno de la soledad y el desinterés, a través de sus dulces palabras. Hizo retornar la esperanza a sus días, y su oscuridad interior se volvió luz. Ella valía cualquiera de los esfuerzos realizados. Aún ese viaje que tardó tanto en realizar.

Oyó unos pasos suaves acercándose a la puerta. Por un instante dejó de respirar. El picaporte se movió y la puerta se abrió. 

Ante sus ojos la presencia angelical de una mujer de cabellos rubios y claros ojos celestes surgió. De su cuerpo escapaba el aroma del sol, del mar y las flores de Perú. 

Casi etérea, Georgina sonreía, algo sonrojada, ante la mirada ardida de  los negros ojos de Juan Ramón.

Él también sonrió e iba a decir algo. Quizás uno de sus versos más ardientes. Había imaginado tanto ese momento. Ella y él frente a frente. Sin límites que los separará. Libres, al fin, de decirse lo que sus corazones guardan.
De pronto, asomó detrás de las faldas de la joven, la cara bellísima, de un niño tan rubio como ella y con sus mismos ojos claros. Este miraba curioso, desde su escondite, al hombre que le parecía un gigante.

Las palabras se quedaron en la boca del joven y la muerte pareció acariciar su alma. Se dijo que había tardado demasiado. Que, tal vez, debería haber tomado el barco mucho antes. Que ella se le había escapado por su cobardía.
Georgina vio su ceño fruncido, y la palidez de su rostro. El brillo triste de su mirada detenida en el niño, y comprendió lo que pasaba en el corazón de su amante venido de tan lejos y dijo con una voz que a él le atravesó como una espada el pecho. Y como a Lázaro lo saco de su tumba fría.

-         Juan Ramón… le presento a Diego, mi pequeño sobrino.

Unas lagrimas de alegría se desprendieron de los ojos del hombre, e inclinándose ante ella, comenzó a recitarle sus más encendidos versos, mientras Gertrudis y el niño le aplaudían.


domingo, 16 de octubre de 2011

BAJO LA LUNA





Los niños duermen y sueñan con comida. Sueño que les provoca, retorcijones en sus panzas vacías. Uno al lado del otro, reposan sus cuerpos pequeños y agotados, después de  tanto caminar buscando los tesoros que esconde la basura, y que lamentablemente hoy fueron muy pocos. La luna desde su reino plateado parece velar esos sueños inquietos.
Jorge fuma un cigarrillo. Lo hace lento. Como queriendo que le dure mucho. No cumplió los 12. Fuma desde los 10, y es el Jefe de esa banda de niños que asola el barrio pobre. Es el más alto y fuerte de todos. Y siente que el cigarrillo le da un cierto aire de autoridad.
Se toma la faena de la jefatura con responsabilidad, además de guiarlos en los pequeños hurtos y travesuras, los protege de los peligros, que en ese lugar sobran, y bastante. Nadie puede decir que Jorge no es bravo. Ante nadie baja la cabeza, y usa su pequeño puñal con maestría. Varios eran los que llevan su marca.
Se ganó el respeto de todos, una noche, cuando un borracho, demasiado confuso por el alcohol, puso sus manos y algunas otras cosas de su cuerpo, sobre uno de los más chicos. La rabia lo enloqueció, de tal manera, que cayó con violencia sobre el distraído hombre.
Este, se volvió intentando subirse los pantalones, mientras balbuceaba incoherencias. La mirada de Jorge  se detuvo, solo unos segundos, en el rostro lloroso y aterrado del pequeño. Y el asco, la irá y esas viejas pesadillas que le impedían dormir, lo dominaron.
Sin dudarlo un segundo, su cuchillo entró en la carne del hombre, que lanzó un grito.  Pero Jorge no se detuvo. Su arma continuó haciendo daño. Sus pequeños amigos que se  despertaron espantados, tuvieron que hacer un gran esfuerzo para detenerlo. Terminaron todos bañados por la sangre del hombre y agitados.
La luna se ocultó tras una nube enrojecida. Impávida y fría. Nadie pronunció una palabra. Como una pequeña manada se movieron detrás de Jorge. Entre todos lo alzaron y lo tiraron a la inmunda agua del riachuelo. Los monstruos que vivían entre la basura y los cacharros no dejarían mucho. No sentían temor que la ausencia del pobre infeliz  se notara. Él era de su misma clase. Un paria olvidado por todos.